Al más puro olvido





No sabía cómo había llegado hasta aquí. Sabía que, desde hacía una eternidad, ésta era su casa, sí, pero no lograba poner una fecha concreta a su llegada a ella. Todos los días, le visitan un gran número de desconocidos que ni siquiera se acercan a él para tocarle o hablarle. Nada. Sólo miran e incluso tienen la osadía de señalar y comentar entre ellos. Ya no existen los modales, piensa, la elegancia que yo viví, no muestra la más mínima señal de vida.


Tantas faldas con vuelo se habían posado en él, tanto rock'n roll. Tanta era la lluvia, la brisa, el sol que había rozado su piel, que no lograba entender el momento en que se había convertido en un trasto, relegado al olvido. En aquél lugar aislado del mundo, sólo podía imaginar a los jóvenes rugir con la potencia que un día tuvo. Escuchaba las risas sin fin en un exterior que ya no podía ver más que a través de una ventana, y recordaba las melenas al viento que él también tuvo la suerte de contemplar. Él, que había sido de los únicos en cruzar la puerta de Graceland. Que tan bien había entendido que su cometido era oír, ver y callar. 

Ahora pasa los días esperando las noches, marco perfecto para que todo ocurra. Y aunque en su vida la música nunca había dejado de sonar, se ha acostumbrado al silencio nocturno, roto sólo por las melodías silvadas de su único amigo ya: el vigilante del museo, que, aburrido de un siglo XXI demasiado electrónico, aséptico y conceptual, acude a él, toma el volante con la suavidad que otorga la admiración, y ambos revisitan los 50. 

Y aunque sus ruedas no logren avanzar por el camino que lleva al pasado rejuvenecedor, su fiel amigo logra dotarlo de unos atributos que, a pesar de haber vivido la mejor de las épocas, jamás imaginó que tendría: alas.





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