Si subes, saltas
Cuándo le vi subido a ese trampolín, no parecía tan bajito.
Miraba hacia abajo con seria expresión. Se mareaba, y en ocasiones, tenía que cerrar los ojos. Yo observaba desde abajo, esperando, con los ojos atentos, otra decisión. Un salto certero, limpio, libre. O un paso atrás, quizás, definitivo. No cree en segundas oportunidades. Si subes, dice, saltas. Y si te echas atrás, jamás vuelves a pisar el suelo que una vez te hizo tambalear de miedo.
Desde allí, a penas veía mi rostro. Me intuía, pero no podía oirme. Y aún así, yo también pisaba el mismo suelo mojado. Si giraba mi cabeza 90º, veía la misma piscina que él. Incluso podía calcular el tiempo de su caída y tirarme para caer al mismo tiempo, los dos.
Volvía a mirarle y me abrumaba. En momentos como este, pensaba, me gustaría tirar de una cuerda imaginaria y hacer que cayera irremediablemente a la piscina. Pero luego yo misma sacudía la cabeza y apartaba esas ideas absurdas de mi mente, pues ni yo misma podría soportar la fuerza con la que me salpicaría el agua.
En vez de eso, y para al menos evitar que diera el paso atrás definitivo, me decidí a subir dónde él estaba, en el mismo punto, cogerle de la mano y esperar: decidiera lo que decidiera, yo recorrería su mismo camino.
Ahora parece que se mueve el dedo gordo de su pie.... ¿puede ser?
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